viernes, 3 de julio de 2009

PRENSA. 3 julio 2009 (2)

Reproducimos un artículo aparecido en "El Día de Córdoba", firmado por Francisco Garrudo Carabias, catedrático de Filología Inglesa de la Universidad de Sevilla (sin que haya que estar de acuerdo con sus ideas, puede propiciar bastantes reflexiones y/o debates):

'UNIVERTEDERO'


Hace tiempo que el término telebasura viene designando cierta actividad profesional en la que prima el objetivo de satisfacer a un segmento de población, fácil de contentar con la carnaza del exhibicionismo de cuerpo y alma, para así obtener la financiación condicionada por los índices de audiencia. Creo que, en justa analogía, va siendo hora de encontrar un término que designe a la nueva Universidad que se nos avecina, si no se pone urgente remedio. A la espera de mejor lexema éste podría ser el de Univertedero.

La Universidad, hasta ahora reducto de la inteligencia y la sapiencia, está cediendo a presiones ante las que nunca había sucumbido. Deseo reflexionar sobre dos de ellas, no poco peligrosas para el quehacer intelectual y su exigible beneficio social.

La primera tiene que ver con el índice de fracaso. Algunas de nuestras universidades acaban de hacer públicos a bombo y platillo los resultados de su Selectividad, vanagloriándose del alto porcentaje de éxito cuando, en estricta justicia, esta gloria habría de aplicarse a los centros preuniversitarios en los que se han formado los estudiantes. El subconsciente debe de haber traicionado a los voceros, pues este éxito puede haber radicado en otro factor muy preocupante si, como se infiere de las quejas de algunos profesores participantes en estas pruebas, existen sospechas de aplicación de una lenidad y tolerancia excesivas que lo han potenciado, probablemente con fines políticos o de captación de clientela. El modo más fácil y barato de solucionar el fracaso escolar no es revisar los factores que lo han causado para así corregir, sino bajar el listón.

Bajando la calidad el producto se abarata. Las universidades, ahora factorías de profesionales, han entrado en competencia empresarial y el mejor medio de captar clientes es lanzar urbi et orbi el reclamo de la facilidad de obtención de su producto veladamente degradado. ¿Por qué esos voceros no hacen análogo alarde de su posición en los rankings internacionales cuando se aplican parámetros difíciles de manipular? Algunas de nuestras universidades celebran competiciones atléticas en las que el metro mide 70 centímetros y el minuto tiene 80 segundos. Y ya vemos lo que pasa cuando competimos en olimpiadas con medidas unívocas y universales.

La segunda tiene que ver con la paridad, aplicada hoy al sexo y muy pronto a la etnia o la cultura, como ya ocurre en otros países. Este factor corrector niega flagrantemente -para lógica exasperación de una mayoría de seres inteligentes a los que no agrada ser beneficiarios del mismo- el criterio de igualdad en la valoración de la capacidad. La evaluación objetiva de la aptitud es modificada por la aplicación de un factor accidental. Lo correcto, lo lógico, sería potenciar las condiciones de acceso y aprovechamiento de la formación, primando ahí, por ejemplo, a la mujer y liberándola de tanto lastre cultural y doméstico frente al varón, pero sin cambiar un ápice las reglas objetivas que determinan al final del proceso formativo quién es más idóneo para una responsabilidad. De esta manera se igualarían en origen derechos histórica y culturalmente negados, que con tanta razón urge restaurar, pero no a costa de violentar la selección racional, que en el ser humano es la única selección natural. Así no privaríamos a nadie del natural orgullo del triunfo en igualdad de condiciones e inter pares y, lo que no es baladí, ofreceríamos a la sociedad con garantías de objetividad el profesional mejor cualificado.

Una reflexión más: si este factor de paridad es tan importante para nivelar derechos, ¿no es muy sospechoso que no se aplique, por ejemplo, a los pilotos de líneas aéreas, a los cirujanos, a los ingenieros o a los arquitectos? ¿Quién aceptaría viajar en un avión, ser intervenido en un quirófano, cruzar un puente o adquirir una casa tras enterarse de que el profesional implicado -y a mí me daría igual que éste fuera hombre o mujer, vasco o andaluz, chino o afroespañol- actúa o ha actuado en aplicación del factor de paridad? ¿Por qué solo se está aplicando en ciertos ámbitos como la enseñanza, la administración pública o la política?

En la educación, probablemente porque se la menosprecia: en la enseñanza poco importan los resultados -y además siempre podremos bajar el listón- ya que la incompetencia profesional no causa muertes. Un mal docente importa muy poco a una sociedad irreflexiva, pero un médico, ingeniero, arquitecto, piloto, etc. es harina de otro costal y ahí sí que nos duele. ¿Aquí también estamos dispuestos a que se baje el listón?

Y en la política o la administración rige el poder, mercader de votos.

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