miércoles, 23 de junio de 2010

LITERATURA ESPAÑOLA Y UNIVERSAL (FRAGMENTOS). "Matar a un ruiseñor", de Harper Lee

Harper Lee. Photo by Terrence Antonio James, copyright © 2005, Chicago Tribune

PRIMERA PARTE
1.
Cuando se acercaba a los trece años, mi hermano Jem sufrió una peligrosa fractura del brazo, a la altura del codo. Cuando sa­nó, y sus temores de que jamás podría volver a jugar fútbol se mi­tigaron, raras veces se acordaba de aquel percance. El brazo iz­quierdo le quedó algo más corto que el derecho; si estaba de pie o andaba, el dorso de la mano formaba ángulo recto con el cuerpo, el pulgar rozaba el muslo. A Jem no podía preocuparle menos, con tal de que pudiera pasar y chutar.
Cuando hubieron transcurrido años suficientes para examinarlos con mirada retrospectiva, a veces discutíamos los acontecimien­tos que condujeron a aquel accidente. Yo sostengo que Ewells fue la causa primera de todo ello, pero Jem, que tenía cuatro años más que yo, decía que aquello empezó mucho antes. Afirmaba que empezó el verano que Dill vino a vernos, cuando nos hizo concebir por primera vez la idea de hacer salir a Boo Radley.
Yo replicaba que, puestos a mirar las cosas con tanta perspec­tiva, todo empezó en realidad con Andrew Jackson. Si el general Jackson no hubiera perseguido a los indios creek valle arriba, Si­mon Finch nunca hubiera llegado a Alabama. ¿Dónde estaríamos nosotros entonces?
Como no teníamos ya edad para terminarla discusión a puñe­tazos, decidimos consultar a Atticus. Nuestro padre dijo que am­bos teníamos razón.
Siendo del Sur, constituía un motivo de vergüenza para algu­nos miembros de la familia el hecho de que no constara que ha­bíamos tenido antepasados en uno de los dos bandos de la Batalla de Hastings. No teníamos más que a Simon Finch, un boticario y peletero de Cornwall, cuya piedad sólo cedía el puesto a su tacañería. En Inglaterra, a Simon le irritaba la persecución de los sedicentes metodistas a manos de sus hermanos más liberales, y como Simon se daba el nombre de metodista, surcó el Atlántico hasta Filadelfia, de ahí pasó a Jamaica, de ahí a Mobile y de ahí subió a Saint Stephens. Teniendo bien presentes las estrictas normas de John Wesley sobre el uso de muchas palabras al vender y al comprar, Simon amasó una buena suma ejerciendo la Medicina, pero en este empeño fue desdichado por haber cedido a la tensión de hacer algo que no fuera para la mayor gloria de Dios, como, por ejemplo, acumular oro y otras riquezas. Así, habiendo olvi­dado lo dicho por su maestro acerca de la posesión de instrumen­tos humanos, compró tres esclavos y con su ayuda fundó una he­redad a orillas del río Alabama, a unas cuarenta millas más arriba de Saint Stephens. Volvió a Saint Stephens una sola vez, a buscar esposa, y con ésta estableció una dinastía que empezó con un buen número de hijas. Simon vivió hasta una edad impresionante y murió rico.
Era costumbre que los hombres de la familia se quedaran en la hacienda de Simon, Desembarcadero de Finch, y se ganasen la vi­da con el algodón. La propiedad se bastaba a sí misma. Aunque modesto si se comparaba con los imperios que lo rodeaban, el Desembarcadero producía todo lo que se requiere para vivir, excepto el hielo, la harina de trigo y las prendas de vestir, que le proporcionaban las embarcaciones fluviales de Mobile.
Simon habría mirado con rabia imponente los disturbios entre el Norte y el Sur, pues éstos dejaron a sus descendientes despoja­dos de todo menos de sus tierras; a pesar de lo cual la tradición de vivir en ellas continuó inalterable hasta bien entrado el siglo XX, cuando mi padre, Atticus Finch, se fue a Montgomery a apren­der leyes, y su hermano menor a Boston a estudiar Medicina. Su hermana Alexandra fue la Finch que se quedó en el Desembar­cadero. Se casó con un hombre taciturno que se pasaba la mayor parte del tiempo tendido en una hamaca, junto al río, preguntándose si las redes de pescar tendrían ya su presa.
Cuando mi padre fue admitido en el Colegio de Abogados, re­gresó a Maycomb y se puso a ejercer su carrera. Maycomb, a unas veinte millas al este del Desembarcadero de Finch, era la capital del condado de su mismo nombre. La oficina de Atticus en el edi­ficio del juzgado contenía poco más que una percha para sombre­ros, un tablero de damas, una escupidera y un impoluto Código de Alabama. Sus dos primeros clientes fueron las dos últimas per­sonas del condado de Maycomb que murieron en la horca. Atticus les había pedido con insistencia que aceptasen la generosidad del Estado al concederles la gracia de la vida si se declaraban culpables, confesándose autores de un homicidio en segundo grado, pero eran dos Haverford, un nombre que en el condado de Maycomb es sinónimo de borrico. Los Haverford habían despachado al he­rrero más importante de Maycomb por un malentendido suscitado por la supuesta retención de una yegua. Fueron lo suficiente pru­dentes para realizar la faena delante de tres testigos y se empeña­ron en que 'el hijo de mala madre se lo había buscado' y que ello era defensa sobrada para cualquiera. Se obstinaron en declararse no culpables de asesinato en primer grado, de modo que Atticus pudo hacer poca cosa por sus clientes, excepto estar presente cuando los ejecutaron, ocasión que señaló, probablemente, el comienzo de la profunda antipatía que sentía mi padre por el cultivo del Derecho Criminal.
Durante los primeros cinco años en Maycomb, Atticus practi­có más que nada la economía; luego, por espacio de otros varios años empleó sus ingresos en la educación de su hermano. John Hale Finch tenía diez años menos que mi padre, y decidió estu­diar Medicina en una época en que no valía la pena cultivar algodón. Pero en seguida que tuvo a tío Jack bien encauzado, Atticus cosechó unos ingresos razonables del ejercicio de la abogacía. Le gustaba Maycomb, había nacido y se había criado en aquel con­dado; conocía a sus conciudadanos, y gracias a la laboriosidad de Simon Finch, Atticus estaba emparentado por sangre o por casamiento con casi todas las familias de la ciudad.

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