viernes, 18 de junio de 2010

SARAMAGO, en el recuerdo. Primeras páginas de algunas novelas

Historia del cerco de Lisboa
Dijo el corrector, Sí, el nombre de este signo es de­leátur, se usa cuando necesitamos suprimir y bo­rrar, la misma palabra lo dice, y tanto vale para letras sueltas como para palabras completas, Me recuerda una serpiente que se hubiera arrepentido en el mo­mento de morderse la cola, Bien visto, sí señor, real­mente, por muy agarrados que estemos a la vida, hasta una serpiente vacilaría ante la eternidad, Vuélvame a hacer el dibujo, pero lentamente, Es facilísimo, sólo hay que cogerle el tranquillo, uno que mirara distraído creería que la mano va a trazar el terrible círculo, pero no, repare en que no terminé el movi­miento aquí donde lo había iniciado, pasé al lado, por dentro, y voy ahora a seguir hacia abajo hasta cortar la parte inferior de la curva, realmente, lo que pare­ce es la letra Q mayúscula, nada más, Qué pena, un dibujo que prometía tanto, Contentémonos con la ilusión del parecido, aunque, en verdad le digo, y per­done que me exprese en estilo profético, donde siempre estuvo el interés de la vida es en las diferen­cias, Qué tiene que ver eso con la corrección tipográ­fica, Los autores viven en las alturas, no malgastan su precioso saber en displicencias e insignificancias, letras heridas, cambiadas, invertidas, que así clasificábamos sus defectos en la época de la composición manual, diferencia y defecto, entonces, era todo uno, Confieso que mis deleátures son menos rigurosos, un rasgo me basta, confío en la sagacidad de los ti­pógrafos, esa tribu colateral de la edípica y celebra­da familia de los farmacéuticos, capaces incluso de descifrar lo que ni siquiera llegó a escribirse, Y que vengan luego los correctores a resolver los proble­mas, Sois nuestros ángeles guardianes, en vos nos con­fiamos, usted, por ejemplo, me recuerda a mi extremosa madre, que me hacía y rehacía la raya del pelo hasta que quedaba como trazada con tiralíneas, Gracias por la comparación, pero, si su señora madre ha muerto ya, más le valía que empezara ahora a per­feccionarse por su cuenta, que siempre llega el día en que hay que corregir más en el fondo, Corregir, corrijo yo, pero las peores dificultades las resuelvo de manera expedita, escribiendo una palabra encima de otra, Ya me he dado cuenta, No lo diga con ese tono, que dentro de lo que cabe, hago lo que puedo, y quien hace lo que puede, No está obligado a más, sí señor, sobre todo, como en su caso, cuando falta el gusto por la modificación, el placer del cambio, el sentido de la enmienda, Los autores enmiendan siem­pre, somos los eternos insatisfechos, No hay más re­medio, que la perfección tiene morada exclusiva en el reino de los cielos, pero el enmendar de los autores es otro, problemático, muy diferente de este nuestro, Quiere usted decir a su modo que la secta revisora gusta de lo que hace, No me atrevo a ir tan lejos, de­pende de la vocación, y corrector de vocación es fe­nómeno desconocido, aun así, lo que parece demostrado es que, en lo más secreto de nuestras almas se­cretas, nosotros, los correctores, somos voluptuosos, Eso sí que jamás lo había oído, Cada día trae su alegría y su pena, y también su provechosa lección, Habla por experiencia propia, Se refiere a la lección, Me refiero a la voluptuosidad, Claro que hablo por ex­periencia propia, alguna habría de tener, qué se cree, pero también me he beneficiado de la observación de los comportamientos ajenos, que es ciencia mo­ral no menos edificante,
Traducción: Basilio Losada

El evangelio según Jesucristo
El sol se muestra en uno de los ángulos superiores del rectángulo, el que está a la izquierda de quien mira, re­presentando el astro rey una cabeza de hombre de la que surgen rayos de aguda luz y sinuosas llamaradas, como una rosa de los vientos indecisa sobre la direc­ción de los lugares hacia los que quiere apuntar, y esa cabeza tiene un rostro que llora, crispado en un dolor que no cesa, lanzando por la boca abierta un grito que no podemos oír, pues ninguna de estas cosas es real, lo que tenemos ante nosotros es papel y tinta, nada más. Bajo el sol vemos un hombre desnudo atado a un tronco de árbol, ceñidos los flancos por un paño que le cubre las partes llamadas pudendas o vergon­zosas, y los pies los tiene asentados en lo que queda de una rama lateral cortada. Sin embargo, y para mayor firmeza, para que no se deslicen de ese soporte na­tural, dos clavos los mantienen, profundamente cla­vados. Por la expresión del rostro, que es de inspirado sufrimiento, y por la dirección de la mirada, ergui­da hacia lo alto, debe de ser el Buen Ladrón. El pelo, ensortijado, es otro indicio que no engaña, sabiendo como sabemos que los ángeles y los arcángeles así lo llevan, y el criminal arrepentido está, por lo ya visto, camino de ascender al mundo de las celestiales creaturas. No será posible averiguar si ese tronco es aún un árbol, solamente adaptado, por mutilación selectiva, a instrumento de suplicio, pero que sigue alimentán­dose de la tierra por las raíces, puesto que toda la parte inferior de ese árbol está tapada por un hom­bre de larga barba, vestido con ricas, holgadas y abun­dantes ropas, que, aunque ha levantado la cabeza, no es al cielo adonde mira. Esta postura solemne, este tris­te semblante, sólo pueden ser los de José de Arimatea, dado que Simón de Cirene, sin duda otra hipótesis posible, tras el trabajo al que le habían forzado, ayu­dando al condenado en el transporte del patíbulo, conforme al protocolo de estas ejecuciones, volvió a su vida normal, mucho más preocupado por las con­secuencias que el retraso tendría para un negocio que había aplazado que con las mortales aflicciones del infeliz a quien iban a crucificar. No obstante, este José de Arimatea es aquel bondadoso y acaudalado per­sonaje que ofreció la ayuda de una tumba suya para que en ella fuera depositado aquel cuerpo princi­pal, pero esta generosidad no va a servirle de mu­cho a la hora de las canonizaciones, ni siquiera de las beatificaciones, pues nada envuelve su cabeza, salvo el turbante con el que todos los días sale a la calle, a diferencia de esta mujer que aquí vemos en un plano próximo, de cabello suelto sobre la espalda curva y doblada, pero tocada con la gloria suprema de una aureola, en su caso recortada como si fuera un borda­do doméstico. Sin duda la mujer arrodillada se llama María, pues de antemano sabíamos que todas cuan­tas aquí vinieron a juntarse llevan ese nombre, aun­que una de ellas, por ser además Magdalena, se distin­gue onomásticamente de las otras, aunque cualquier observador, por poco conocedor que sea de los hechos elementales de la vida, jurará, a primera vista, que la mencionada Magdalena es precisamente ésta, pues sólo una persona como ella, de disoluto pasado, se ha­bría atrevido a presentarse en esta hora trágica con un escote tan abierto, y un corpiño tan ajustado que hace subir y realzar la redondez de los senos, razón por la que, inevitablemente, en este momento atrae y re­tiene las miradas ávidas de los hombres que pasan, con gran daño de las almas, así arrastradas a la perdición por el infame cuerpo. Es, con todo, de compungida tristeza su expresión, y el abandono del cuerpo no ex­presa sino el dolor de un alma, ciertamente oculta en carnes tentadoras, pero que es nuestro deber tener en cuenta, hablamos del alma, claro, que esta mujer podría estar enteramente desnuda, si en tal disposi­ción hubieran decidido representarla, y aun así debe­ríamos mostrarle respeto y homenaje. María Magda­lena, si ella es, ampara, y parece que va a besar, con un gesto de compasión intraducible en palabras, la ma­no de otra mujer, ésta sí, caída en tierra, como desam­parada de fuerzas o herida de muerte. Su nombre es también María, segunda en el orden de presentación, pero, sin duda, primerísima en importancia, si algo significa el lugar central que ocupa en la región infe­rior de la composición. Fuera del rostro lacrimoso y de las manos desfallecidas, nada se alcanza a ver de su cuerpo, cubierto por los pliegues múltiples del manto y de la túnica, ceñida a la cintura por un cor­dón cuya aspereza se adivina. Es de más edad que la otra María, y es ésta una buena razón, probablemente, aunque no la única, para que su aureola tenga un dibujo más complejo, así, al menos, se hallaría autori­zado a pensar quien no disponiendo de informacio­nes precisas acerca de las precedencias, patentes y je­rarquías en vigor en este mundo, se viera obligado a formular una opinión. No obstante, y teniendo en cuenta el grado de divulgación, operada por artes ma­yores y menores, de estas iconografías, sólo un habi­tante de otro planeta, suponiendo que en él no se hu­biera repetido alguna vez, o incluso estrenado, este drama, sólo ese ser, en verdad inimaginable, ignora­ría que la afligida mujer es la viuda de un carpintero llamado José y madre de numerosos hijos e hijas, aun­que sólo uno de ellos, por imperativos del destino o de quien lo gobierna, haya llegado a prosperar, en vida de manera mediocre, rotundamente después de la muerte.
Traducción: Basilio Losada

Las intermitencias de la muerte
Al día siguiente no murió nadie. El hecho, por ab­solutamente contrario a las normas de la vida, cau­só en los espíritus una perturbación enorme, efecto a todas luces justificado, basta recordar que no exis­te noticia en los cuarenta volúmenes de la historia universal, ni siquiera un caso para muestra, de que alguna vez haya ocurrido un fenómeno semejante, que pasara un día completo, con todas sus pródigas veinticuatro horas, contadas entre diurnas y noc­turnas, matutinas y vespertinas, sin que se produjera un fallecimiento por enfermedad, una caída mor­tal, un suicidio conducido hasta el final, nada de nada, como la palabra nada. Ni siquiera uno de esos accidentes de automóvil tan frecuentes en ocasio­nes festivas, cuando la alegre irresponsabilidad o el exceso de alcohol se desafían mutuamente en las ca­rreteras para decidir quién va a llegar a la muerte en primer lugar. El fin de año no había dejado tras de sí el habitual y calamitoso reguero de óbitos, co­mo si la vieja Átropos de regaño amenazador hubie­se decidido envainar la tijera durante un día. San­gre, sin embargo, hubo, y no poca. Desorientados, confusos, horrorizados, dominando a duras penas las náuseas, los bomberos extraían de la amalgama de destrozos míseros cuerpos humanos que, de acuerdo con la lógica matemática de las colisiones, deberían estar muertos y bien muertos, pero que, pese a la gravedad de las heridas y de los traumatismos sufri­dos, se mantenían vivos y así eran transportados a los hospitales, bajo el sonido dilacerante de las sire­nas de las ambulancias. Ninguna de esas personas moriría en el camino y todas iban a desmentir los más pesimistas pronósticos médicos, Este pobre dia­blo no tiene remedio posible, no merece la pena per­der tiempo operándolo, le decía el cirujano a la en­fermera mientras ésta le ajustaba la mascarilla a la cara. Realmente, quizá no hubiera salvación para el desdichado el día anterior, pero lo que quedaba cla­ro era que la víctima se negaba a morir en éste. Y lo que sucedía aquí, sucedía en todo el país. Hasta la medianoche en punto del último día del año aún hubo gente que aceptó morir en el más fiel acata­miento de las reglas, tanto las que se refieren al fon­do de la cuestión, es decir, se acabó la vida, como las que se atienen a las múltiples formas en que és­te, el dicho fondo de la cuestión, con mayor o me­nor pompa y solemnidad, suele revestirse cuando llega el momento fatal. Un caso sobre todos intere­sante, obviamente por tratarse de quien se trata, es el de la ancianísima y veneranda reina madre. A las veintitrés horas y cincuenta y nueve minutos de aquel treinta y uno de diciembre nadie sería tan ingenuo para apostar el palo de una cerilla quema­da por la vida de la real señora. Perdida cualquier esperanza, rendidos los médicos ante la implacable evidencia, la familia real, jerárquicamente dispues­ta alrededor del lecho, esperaba con resignación el último suspiro de la matriarca, tal vez unas palabras, una última sentencia edificante para la formación moral de los amados príncipes sus nietos, tal vez una bella y redonda frase dirigida a la siempre in­grata retentiva de los súbditos futuros. Y después, como si el tiempo se hubiera parado, no sucedió na­da. La reina madre no mejoró ni empeoró, se quedó como suspendida, balanceándose el frágil cuerpo en el borde de la vida, amenazando a cada instan­te con caer hacia el otro lado, pero atada a éste por un tenue hilo que la muerte, sólo podía ser ella, no se sabe por qué extraño capricho, seguía sostenien­do. Ya estamos en el día siguiente, y en él, como se informó nada más empezar este relato, nadie iba a morir.
La tarde ya estaba muy avanzada cuando comenzó a circular el rumor de que, desde la entra­da del nuevo año, más exactamente desde las cero horas de este día uno de enero en que estamos, no había constancia de que se hubiera producido en el país fallecimiento alguno. Podría pensarse, por ejemplo, que el rumor tuviera origen en la sorprenden­te resistencia de la reina madre a desistir de la poca vida que aún le restaba, pero lo cierto es que el habitual parte médico distribuido por el gabinete de prensa de palacio a los medios de comunicación so­cial aseguraba no sólo que el estado general de la real enferma había experimentado una visible mejoría durante la noche, sino que incluso sugería y hasta daba a entender, eligiendo cuidadosamente las palabras, la posibilidad de un completo resta­blecimiento de la importantísima salud. En su pri­mera manifestación el rumor podría haber partido con toda naturalidad de una agencia de pompas fúnebres y traslados, Por lo visto nadie parece dis­puesto a morir en el primer día del año, o de un hospital, Ese tipo de la cama veintisiete ni ata ni desata, o del portavoz de la policía de tráfico, Es un auténtico misterio que, habiéndose producido tan­tos accidentes en la carretera, no haya ni un muer­to para muestra.
El rumor, cuya fuente primigenia nunca fue descubierta, aunque a la luz de lo que sucederá después eso importe poco, llegó pronto a los periódicos, a la radio, a la televisión, e hizo que inmediatamente las orejas de los directores, adjun­tos y redactores jefes se alertaran, son personas pre­paradas para olfatear a distancia los grandes acon­tecimientos de la historia del mundo y entrenadas para agrandarlos siempre que tal convenga. En po­cos minutos ya estaban en la calle decenas de re­porteros de investigación haciendo preguntas a todo bicho viviente que se les pusiera por delante, mien­tras que en las caldeadas redacciones los teléfonos se agitaban y vibraban con idéntico frenesí indaga­dor. Se realizaron llamadas a los hospitales, a la cruz roja, a la morgue, a las funerarias, a las policías, a to­das, con comprensible exclusión de la secreta, y las respuestas llegaban siempre con las mismas lacóni­cas palabras, No hay muertos.
Traducción: Pilar del Río

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